Un 17 de noviembre de 1984 (publicado en Trulalerosdealma)

Hola amigos del Blog del Tucu... les cuento:
Esta es una de las entrevistas más lindas que tuve la dicha de poder realizar. Fue hecha en noviembre de 2016 cuando Trulala estaba por cumplir sus 32 años de vida. El protagonista de la misma fue el gran Marito Gutierrez, primer cantante de Trula y todo un prócer del género Cuartetero.



Esta entrevista terminó convirtiéndose en una especie de cuento que relata lo que Marito sintió y vivió en aquellas horas previas al debut, hace poco más de tres décadas.
Como siempre digo, y agradezco, este post, originalmente, esta publicado en "Trulalerosdealma"... pues ahí es dónde le corresponde estar. Les dejo el link al posteo original para que lo visiten y de paso, entren un ratito al hogar de todos los trulaleros. (Link: Click aquí)
Bueno... hecha la presentación, vamos a recordar este emotivo post. ¡Nos vemos!


Mario se asomó por un costado del escenario, la curiosidad lo carcomía. Miró hacía la pista y pudo ver que era mucha gente la que había llegado.
El Club Unión San Vicente, tendría una capacidad para dos mil personas, así que, descontando los claros que había hacia el fondo, hizo un somero cálculo de unas 1700 almas en aquel recinto.
Volvió al camarín y aunque lo intentó, no pudo decirle nada a Manolo.

Manolo no daba más de los nervios y la ansiedad, ya no sabía que más controlar. Vestuario, peinados, instrumentos, cables, partituras y cuando terminaba, empezaba de nuevo. Le preguntaba a un asistente si le parecían bien las camisas floreadas multicolores que había elegido para aquel debut, o si la ocasión merecía algo más formal. Ya era tarde, gusten o no, había que enfrentar al público con aquel particular ropaje.

Viendo el incesante ir y venir de su mentor, Mario se bebió el último poco de gaseosa que quedaba en un vaso y se sentó en una silla apartada del resto. Se sentó y automáticamente, al apoyarse en el respaldo, su mente comenzó a viajar lejos en el tiempo.

De repente a su cabeza vinieron los recuerdos de sus años en el mundo gastronómico. Hizo de todo en aquel tiempo, desde mozo hasta lava-copas, no se detuvo ante nada. Y entre cafés y minutas, un día le llegó la noticia de un concurso de cantantes jóvenes que siguieran el estilo del ya entonces célebre Mona Jiménez.
Su jefe, el dueño del boliche dónde trabajaba lo entusiasmó. Su familia y sus amigos lo empujaron y acompañaron a participar. Fue así que, con tan solo 16 años, Marito escuchó su nombre por los altoparlantes cuando lo anunciaban como el ganador de aquella contienda.

Inmediatamente, a su vida, llegó un hombre de poca estatura, menudo, pero que, con su sola presencia impactaba. Era arrollador, como un toro, pero a la vez amable y muy bien educado. Aquel hombre había llegado a su vida a hacerle una propuesta.

El imponente hombre era, ni más ni menos que Manolo Cánovas, un renombrado artista, quien había conocido las mieles del éxito junto a sus distintas bandas, Los Guayaberos, Manolo y su conjunto, Cuore, y que había colaborado con la banda Chebere y con varios artistas del género.

Manolo le propuso a Marito, aprovechando el envión del concurso, ser la voz de un nuevo grupo. Y fue así como llegó su primera vez en el mundo del Cuarteto, junto a Manolo en Sucundín.
Comenzaron siendo relleno de las llamadas bandas grandes y tocaban en las trasnoches, pero a pesar de eso, Sucundín sirvió como antesala de lo que pronto vendría.

De repente Walter Luna le toca el hombro y lo saca de su viaje al pasado.

– ¿Estás bien? – le preguntó
– Sí, hermano, estoy perfecto – contestó Mario esgrimiendo una sonrisa.

Walter dejó a Marito y se fue con el resto de los músicos, Héctor Nieves, el “Chino” Cuevas, el gran Beto López, Juan José Guillet y el entrañable “Chocolate” Luis Martín, que seguían ultimando detalles.
Mario giró la cabeza, miró al otro lado del camarín y vio a Manolo asomarse para espiar hacia la pista y ver la concurrencia. Y al verlo allí, hecho un manojo de nervios, sin parar de dar indicaciones, volvió a viajar hacia el pasado y recordó el día en el que le dijo “Pibe, hoy voy a hablar con Emeterio”

Sucundín se había disuelto y Manolo fue con su amigo, el empresario Emeterio Farias para proponerle que lo apoyara en un nuevo emprendimiento. Una nueva banda, con la voz del joven Marito.

– Emeterio, tengo un pibe nuevo, que va a andar muy bien
– ¿Cómo lo sabés?
– Lo presiento. Ganó el concurso de La Mona y tiene mucho carisma. Necesito que me apoyes con la promoción.
– Pero Sucundín no va más… ¿Pensás reflotarlo?
– No. Vamos a hacer algo nuevo.
– Bien, contá conmigo…
– ¡Gracias, hermano!
– Pará, pará… hay una condición…
– ¿Cuál?
– Hacé lo que quieras, yo te apoyo… pero por favor… ¡No cantes!

A partir de allí las cosas se empezaron a dar una detrás de otra. Como si una varita mágica los hubiera tocado, especialmente a él.
Consiguieron en Don Emeterio al productor ideal para aquel momento, además consiguieron un compositor que les dio el tema justo para salir a la cancha con todo.
A partir de entonces todo se transformó en una vorágine de cosas. Una loca carrera que no terminaría nunca.

Con la canción lista, se metieron en el estudio a grabarla, para que luego fuera utilizada de promoción. Con el tema “Mi tío es un ají” grabado y sonando en todas partes, partieron rumbo a Buenos Aires a grabar, en los estudios de la RCA-Víctor, el disco completo.

Durante las dos semanas que permanecieron en la Capital Federal, en Córdoba mientras tanto, con tan solo una canción dando vueltas por las radios y los canales de televisión, una revolución se estaba gestando. Mario y los chicos de la banda eran completamente ignorantes de lo que sucedía.

El domingo 4 de noviembre, a bordo del tren en que los había mandado Manolo de regreso desde Buenos Aires, comenzaron a recibir noticias de lo que estaba sucediendo en su provincia.
Pasaron toda la noche despiertos, charlando con la gente que se les acercaba, no pudiendo creer lo que estaba sucediendo.
Cuando, a las ocho de la mañana del aquel lunes, llegaron a la estación cordobesa, el pequeño grupo de músicos cuarteteros, tomó conciencia de lo que habían generado casi sin quererlo.
Un hervidero de gente los aguardaba en los andenes, pugnando por estar cerca de aquellos nuevos ídolos.

Ese lunes, Manolo les dio un descanso. En menos quince días estaba previsto el debut, así que el martes siguiente comenzarían con los ensayos y los preparativos.
Marito salía de su departamento a caminar por las calles del centro de la ciudad, y se le acercaba gente y lo saludaba, lo felicitaba. “Es el sueño de toda mi vida” pensaba Mario, y presentía algo.
La “buena onda” de la gente, las cosas como se habían dado y un sinfín más de señales, le presagiaban que algo bueno estaba por suceder.

El viernes 16 de aquel inolvidable noviembre, habían terminado de realizar el último ensayo a las diez de la noche y se pusieron a disfrutar un asado entre todos los integrantes. Ninguno durmió aquella noche pensando en lo que iba a suceder aquel sábado.

Llegó el gran día y comenzaron a suceder cosas que pusieron el ambiente aún más animado de lo que estaba. Emeterio, ese mismo día del debut, estaba cumpliendo años y además, el club de Escuela Presidente Roca, del cual Farias era presidente, saldría campeón de la liga local de fútbol.

Marito estuvo todo el día solo en su departamento. Daniel, su amigo, con quien compartía el alquiler de aquel lugar, había ido de visita a unos parientes en un pueblo del interior, por el fin de semana. Así que el silencio y la ansiedad envolvieron todo. Marito se miraba al espejo, ejercitaba sus cuerdas vocales, tomaba de a pequeños sorbos un café que llevaba frio un buen rato ya. No pudo comer nada, ni dormir aunque sea un momento la sagrada siesta.
Salió antes de tiempo, apenas la noche le ganó a la tarde. Se fue caminando despacio hasta el Barrio San Vicente. En el trayecto, pensaba en cuanto le había cambiado la vida desde que Manolo se le cruzó en su camino, y a imaginar en cuanto podría cambiar a partir de aquella noche. Pero en su imaginación nunca podría haber cabido lo que finalmente sucedió de allí en adelante.

A las nueve de la noche, se juntaron frente a la plaza que estaba junto al Club Unión San Vicente. Comieron y tomaron algo en un viejo bodegón que funcionaba en aquella esquina. Conversaban en voz baja, sobre cosas de la vida, mientras de reojo veían al pobre Manolo que iba y venía de la mesa a la vereda, vigilando la gente que comenzaba a juntarse en las puertas del baile.

Después de comer, y a la orden “¡Vamos!” de Manolo, cruzaron caminando hasta el baile. Marito en ese momento se puso a pensar en cuanto deseaba que su familia estuviera con él. Hacía tiempo que se había independizado y se sentía orgulloso de su decisión, pero la nostalgia por los suyos lo había invadido justo en ese instante.
Los gritos y los apretujones de los bailarines agolpados en la puerta, lo trajeron a la realidad de nuevo.

Sus recuerdos lo llevaron hasta aquel momento crucial. Pero fue la amable voz del “Negro Chocolate” la que lo sacó de sus pensamientos.

– ¡Vamos, Marito! ¡Vamos que ya largamos!

Subió al escenario, buscó su lugar, buscó su micrófono, ubicado estratégicamente en el centro de la escena, acomodó el cable aunque en realidad no hacía falta. Estaba demorando el momento, pero tuvo que hacerlo, finalmente tuvo que levantar la mirada y enfrentar a ese temido monstruo llamado público.
Los bulliciosos cánticos de la barra de Escuela Roca que copaban el lugar y el murmullo del resto de los asistentes se transformaron en aplausos y vitoreo para ellos. Recorrió con su mirada, de un costado a otro, toda la gente frente al escenario y de repente se detuvo en un punto. Vio los rostros de sus hermanas y hermanos, y del resto de toda su enorme familia. Una lágrima de felicidad cayó sobre su mejilla y se sintió completo, realizado… feliz.

No había tiempo para más nada. La voz de Manolo retumbaba en el tinglado, anunciando lo que estaba por suceder, las teclas de Walter y Héctor comenzaban a cantar, el bajo del Chino repiqueteaba ya, el acordeón majestuoso de Beto reclamaba su lugar.
Su momento había llegado, aquel que había soñado desde que levantaba la vajilla de las mesas del bar donde trabajó en su adolescencia, aquel que había soñado cuando se inscribió en ese concurso de talentos.
Era su hora y no podía fallar…
El último acorde tirado por Beto desde su acordeón le indicaba que era su turno, sus labios se abrieron frente al micrófono y…

“Señores yo tengo un tío, yo tengo un tío la hace de diez…”

¡La era Trulala había comenzado!



¡Hola Trulaleros! Esto que leyeron aquí es una especie de cuento, basado en lo que nuestro adorado Marito Gutierrez vivió previamente al momento crucial del nacimiento de nuestro Trulala querido. Hace ya 32 años de aquellos hechos que nos marcaron a fuego a quienes elegimos el modo vivir del Trulalero.

Este es el humilde homenaje del Rinconcito Trulalero de TDA para aquellos maestros que dieron el primer paso en la historia enorme del Gran Trulala.

No quiero irme sin antes agradecer, de nuevo, a los hermanos Guevara por el apoyo incondicional, fiel y eterno. Siempre lo digo… no sería nadie sin ellos.
Y un gracias, infinito, para el gran Marito que me regaló, sin objeciones ni censura alguna, todos y cada uno de sus recuerdos, valuados en oro. Gracias Mario… tu grandeza es inconmensurable, tu humildad también. A vos, casi tanto como al viejo Manolo, te debemos esto que tanto amamos y defendemos. Gracias, querido… gracias de todo corazón. Y si… te debo el Fernet… “¡Aguantelá!”

¡Feliz cumple, mi Trulala querido!
Felices 32 años y gracias por ser parte de mí, desde hace tanto tiempo.
Gracias Trulala por existir, y por ponerle música a cada día de mi vida.
Mi corazón no late… baila dentro de mi pecho, al son del ritmo de Trulala.

Na’ más!

Por Gastón “El Tucu” Gardella.


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