INBŌS Los hijos del Sol - Capítulo 3


Tercer capitulo de "Los hijos del Sol" y seguimos descubriendo a los protagonistas de esta historia.
En los dos episodios anteriores, conocimos a Álvaro y a Sebastian, y vimos como fueron descubriendo sus habilidades y como se sintieron responsables por tenerlas. Ahora, en esta tercera entrega, una historia completamente distinta. No le demos mas vueltas al asunto y volemos imaginariamente hasta la querida España y conozcamos a Laia.





INBŌS
LOS HIJOS DEL SOL


Primera Parte
EL DESPERTAR


Capítulo 3:
 Laia Garrido - “Escape de la locura”


Centro San Juan de Dios, Ciempozuelos, Madrid, España.

Llevaba seis años en el Centro Psiquiátrico “San Juan de Dios”. Allí cumplió sus treinta y siete.
Solía comportarse de manera extraña y tenía lagunas en su memoria como consecuencia de un fuerte golpe en la cabeza. De manera progresiva, su mente fue desvaneciéndose hasta reducirse a la más absoluta nada. Había olvidado su nombre, su historia, a Julien su esposo, a Mara y Amparito, sus pequeñas hijas. Hablaba incoherencias y tenía reacciones violentas. Los especialistas no comprendían del todo que ocurría con ella: su cerebro no registraba anomalía alguna.

Laia Garrido era profesora en la Facultad de Ciencias Físicas de la Universidad Complutense de Madrid. Era una destacada personalidad dentro de la Universidad pública más antigua de España, y una de las más importantes del mundo hispano parlante, en cuyas aulas, alguna vez, estudiaron y enseñaron, científicos de la talla de Blas Cabrera y Felipe, José García Santesmases y tantos otros.
Era una mujer extremadamente inteligente y curiosa; su tenacidad y dedicación la llevaron a formar parte del equipo de Juan Ignacio Cirac Sasturain, en el Instituto Max-Planck de Óptica Cuántica, en Garching, Alemania, consiguiendo una retahíla de premios por sus logros y descubrimientos.

Aquella mujer encerrada en el asilo, no se parecía en nada a la antigua Laia, y no sólo por su cerebro atrofiado. Su aspecto había cambiado: era mucho más delgada; su piel parecía más blanca, casi gris, sin brillo. El semblante eternamente alegre y desafiante, había desaparecido. Su rostro quedó sin expresiones, con la mirada clavada en un punto perdido, distante, indescifrable.

Todas las mañanas, alguien la dejaba sentada junto al amplio ventanal para que mirara el amanecer tras los fríos barrotes. Sabían que, aunque sus ojos pareciesen mirar, ella no veía nada, no sentía nada.

La madrugada del 14 de setiembre del 2014, con un cielo cerrado y plomizo como sus atrofiados pensamientos, Laia pudo ver el Sol, y el Sol la vio a ella.
Como si hubiera despertado de un largo sueño, miró a su alrededor. Vio el deprimente cuadro de la Sala de Recreación: Un hombre golpeándose la frente con la palma de la mano, balanceándose hacia adelante y atrás, repitiendo "Mantel, platos, cubiertos... Mantel, platos, cubiertos…"; una anciana llorando, y riendo alternadamente; un joven caminando presuroso, de una esquina a la otra, con la cabeza gacha.
Laia, desesperada, corrió hacia los enfermeros quienes, al verla moverse después de tanto tiempo de permanecer estática, y considerarla poco menos que un reseco y marchito vegetal, quedaron atónitos. El más robusto, sintió cómo una fría gota de sudor resbalaba por su calva cabeza, mientras su compañero, de baja estatura y ojos saltones, trataba de sostener en sus manos temblorosas, la taza de café que un instante después quedó flotando, como si una mano invisible la sostuviera a centímetros del piso.

– ¡Joder, tío! ¡¿Pero qué co…?! – exclamó el corpulento auxiliar.
– ¿Por qué estoy aquí? ¡Quiero hablar con mi esposo! – interrumpió Laia.
– T-tranquila s-señora, ya viene el doctor – tartamudeó el otro, sorprendido por la reacción de la mujer que, hasta ese momento, no había sido capaz de formular una línea de pensamiento coherente.
– Escúcheme señor: quiero ya mismo hablar con algún directivo del lugar; quiero saber qué está pasando – increpó Laia al enfermero.
– Cálmate Laia, ve a tu sillón hasta que venga el Doctor ¿sí? – le dijo otro, tomándola del brazo.

Molesta por el gesto del enfermero, creyó que los demás asistentes se reían y burlaban de ella. Ardía de furia. Retrocedió unos pasos, agachó la cabeza, y cerró los puños con fuerza. Cuando alzó su mirada, ambos sujetos salieron despedidos por el aire.
Sintió un dolor punzante en su cabeza. Un armario, una mesa, y el dispensador de agua se cernían sobre la humanidad de los auxiliares tirados en el suelo. Las sillas, sillones, mesas, macetas; las piezas de los juegos didácticos y los libros de la biblioteca, estaban de repente, como en una frenética danza macabra, flotando en el aire y moviéndose aleatoriamente por toda la sala.
La visión era estremecedora. Cada objeto que hacía flotar aparecía distorsionado, como si se reflejase en los miles de fragmentos de un espejo roto. Los internos gritaban, lloraban, y corrían espantados, de un lado a otro, desesperados. Un calor abrasador los envolvía y sofocaba, obligándolos a buscar refugio lejos de Laia, quien aparecía como un verdadero volcán en los instantes previos a hacer erupción.

Cuando llegó el personal de seguridad, Laia caminaba hacia uno de los ventanales. Se aproximó a poco más un metro: los barrotes se doblaron, y luego se quebraron; los vidrios estallaron en miles de pequeños cristales. Atravesó la ventana y avanzó por el parque del hospital. Los bancos, las fuentes y sus pequeñas estatuas de angelitos, todo, se elevaba en el aire, para luego caer tras los pasos de Laia. Los árboles salían despedidos, arrancados de raíz; se elevaban varios metros y caían a sus espaldas. Los guardias y enfermeros no pudieron seguirla: tamaña destrucción bloqueaba su paso.

La cerca perimetral del asilo estalló, provocando una metralla de ladrillos rotos y escombros. Envuelta en su largo camisón blanco, cruzó la nube de polvo, y salió de aquél destruido manicomio. Se alejó hacia el Este, en dirección a las vías del ferrocarril. Se perdió en la tenue llovizna de aquella mañana.

Ese día, Laia había recuperado su olvidada identidad, y descubierto su nueva e increíble capacidad. ¿Podría unir los desperdigados fragmentos de su alterada memoria y volver a ser la brillante Profesora Garrido?



Hasta aquí el "Despertar" de Laia. En el próximo capítulo viajaremos al Amazonas a conocer a más "Hijos del Sol". Pronto el Capítulo IV: Maurice Ripoll y Sally Baker "Flora y fauna".
Quiero pedirles que comenten, que me critiquen, toda sugerencia será muy bienvenida. No se imaginan cuanto ansío leer sus palabras. ¡Nos vemos allí!

* Capítulo Anterior: Capítulo II - Sebastián Ruiz - "Sentidos"
* Capítulo Siguiente: Cap. IV - Maurice Ripoll y Sally Baker "Flora y fauna"

Comentarios

Darwin Silva ha dicho que…
Muy bueno, mi estimado.