INBŌS Los hijos del Sol - Capítulo 4


Hola queridos amigos, aquí estamos de nuevo para seguir avanzando en la historia de "Los hijos del sol". En este cuarto capítulo conoceremos a Maurice y Sally. ¿Me acompañan? Buenísimo... vamos entonces.





INBŌS
LOS HIJOS DEL SOL


Primera Parte
EL DESPERTAR


Capítulo 4: 
Maurice Ripoll y Sally Baker - Flora y Fauna


Río Negro, Amazonia, Brasil.

Por varias generaciones, Los Ripoll, familia francesa emigrada a Canadá a mediados del S. XIX, se afincaron y progresaron en Quebec. En el año 1989, Rosalie y Alexis Ripoll decidieron cortar con la tradición de arraigo de sus antepasados, viajando a los Estados Unidos, y estableciéndose en la Ciudad de Phoenix, en el estado de Arizona.
Rosalie estaba embarazada cuando se mudaron. A los dos meses de haber llegado a la ciudad, dio a luz al primogénito del matrimonio. Maurice Ripoll nació por parto normal, una preciosa tarde de primavera.

Veinticinco años más tarde, el título de Biólogo de la Universidad de Phoenix, que estaba a punto de obtener, sería motivo de orgullo para sus padres. Maurice había elegido libremente esa carrera, y llevado adelante con mucha pasión. Amaba a los animales, fascinado por el estudio de su comportamiento. No creía que el ser humano fuese superior a otros seres habitantes del planeta; simplemente lo consideraba diferente.

Había planeado, junto a su novia Sally Baker y a su compañero de estudios y amigo de la infancia, John Evans, un viaje al Amazonas. Luego de rendir los exámenes finales, se tomarían una merecida semana de vacaciones en Sudamérica.
Les habían recomendado una zona a setenta kilómetros al noroeste de Manaos, en el Río Negro: Anavilhanas.
Anavilhanas es el archipiélago de agua dulce más grande del mundo, con cerca de 400 islas e islotes, en una franja del río de aproximadamente noventa kilómetros de largo, con un ancho de veintisiete kilómetros. La densa vegetación es el refugio para una gran diversidad de coloridas aves y mariposas, roedores, iguanas, y serpientes. Sus negras aguas albergan gran variedad de peces, entre ellas el famoso “Picarucú”; caimanes, pirañas y manatíes llenan de vida aquel bello lugar.
Allí se sentirían como en casa. La vida de departamento no era para ellos.

Corría septiembre del 2014, y los tres amigos se encontraban navegando el Grandioso Río, en una pequeña lancha que habían alquilado a Marcelo y Geraldo, simpáticos lugareños acostumbrados a “pescar” extranjeros dispuestos a pagar en dólares por un día “a lo Indiana Jones”.

– ¡Ooh! ¡Buuut i watch her so saaadly…! ¡¿Hooow… can I tell her i love heeer?! – cantaba con vigor el alegre Geraldo, con sus inquietos ojos puestos en Sally, provocando rebufos de rabia en Maurice, que no pasaban desapercibidos.
– ¡Allí están las Po…Po… ¡Pousadas! ¡Miren! – exclamó John.
– ¡Aquí pasamos jornadas largas! ¡Mucha magia! ¡Mucho sol y magia! ¡Muy bueno! – explicaba Marcelo, hombre mayor de pelo entrecano y rostro curtido, haciendo gestos grandilocuentes con los brazos.
– ¡¿Magia?! – preguntó Sally, alegre.
– Cuando llegan los tiempos oscuros, de pena y pesar… ¡Aquí “lo verde” devuelve la vida! ¡Habla el hombre como habla el animal, y el animal como habla el hombre!
– ¡Cállese viejo tonto! ¡No asuste a Mis Sally! – reprochó Geraldo a su padre.
– ¡Vamos, Míster Maurice! – gritó John, dando un salto a tierra.

Maurice descendió de la embarcación, y ayudó a su pareja a bajar sin problemas. No les importaba expresar su amor frente a nadie: así fue que se besaron apasionadamente. John, menoscabado en su pudor, atinó sólo a reír y guiñar un ojo a sus nuevos amigos.

Quedaron asombrados ante la belleza del lugar. Estaban viviendo un sueño del que no querían despertar. Entusiasmados, los jóvenes acomodaron sus bártulos en un claro de la pequeña isla, rodeados de una vegetación tan espesa que asemejaba un verde muro impenetrable. Para su sorpresa, prontamente recibieron la visita de un grupo de “monos ardilla” Eran muy amistosos, sobre todo con la dulce Sally.

– Bueno… ¡Se ve bastante sólido! – dijo Maurice mientras golpeaba con su puño las paredes de la improvisada cabaña donde pasarían la noche.
– Tengo que admitirlo, Johnny, ganaste la apuesta. – se resignó Sally.
– ¡Eso parece…!
– ¿Apuesta? – preguntó Maurice, sorprendido.
– Aposté a John que no serías capaz de encontrar un buen lugar, y deberíamos pasar la noche durmiendo bajo las estrellas…
– ¡Con que esas tenemos ¿no?! – respondió el joven, acercándose a su amigo, que intentaba protegerse, mientras reía a carcajadas.
– ¡Ya! ¡Ya! ¡No empiecen a portarse como niños o los voy a…!

Sally enmudeció repentinamente, como hipnotizada, por un grabado sobre el marco de la entrada. Los muchachos cesaron sus aporreos y chascarrillos, preocupados por la joven.

– ¿Sally?
– ¿Qué sucede? – inquirió John.
– Que cosa tan extraña… – respondió ella.
– ¿Eso? Bueno… ¡Aquí hay muchas cosas ciertamente extrañas! ¡Mira! Hasta podemos llevarnos un par de máscaras y… lo que sea que sean estas cosas – dijo John, señalando las estanterías a su alrededor, ocupadas por raras artesanías aborígenes.
– ¡Sí que saben de marketing, uh…! Realmente puede sentirse la “magia” del lugar…
– ¡No te burles! – replicó Sally, empujando a Maurice con fuerza.
– ¡Ja,ja,ja! ¡Prometo que, si el Hada del Amazonas se aparece por la noche, te despertaré para que la saludes! ¡Vamos, John, a preparar algo de comer!
– ¡Señor! ¡Sí, señor!

Prontamente, los amigos se aprestaron a abrir algunas latas que servirían como merienda, previa a la exploración del lugar. Sally no apartó la vista de aquel extraño símbolo: Un grandioso Sol tribal, cuyo rayo inferior parecía ser más grueso y profundo que el resto del grabado, como si la persona que lo realizó tratase de esconder un mensaje en él.

– ¡Habla el hombre como habla el animal, y el animal como habla el hombre! ¿Qué creen que signifique?
– Pregúntale a él. Parece ser que compartiremos posada… – indicó Maurice a Sally, señalando al monito bebé que ingresaba por la ventana, seguido de su madre.
– ¡Hola, pequeñín! ¡Ven, acércate! ¡Tú también, mamá! – dijo Sally, extendiendo sus brazos hacia los animales.
– ¡Creí que Maurice era el Tarzán del equipo! – exclamó John.

Entre risas, los tres amigos equiparon lo necesario para comenzar la travesía, sin saber que aquellas palabras dichas al pasar por el viejo barquero, cobrarían una importancia más allá de su comprensión. “Lo Verde” aguardaba.
Salieron a recorrer la isla, luego de armar cuartel. Tomaron fotografías, estudiaron el suelo, las plantas, y todo ser vivo que pululaba por el lugar: desde los enormes y amenazantes caimanes que montaban guardia en las orillas del río, hasta los molestos mosquitos que no paraban de alimentarse de su sangre gringa. Durante el recorrido, la familia de monitos estuvo junto a ellos. El más pequeño se la pasó en brazos de Sally, ante la confiada pero atenta mirada de su madre.

– ¿Pueden sentirlo? Como si alguien o algo nos observase todo el tiempo…
– Se llama Geraldo. Y te observaba únicamente a ti, querida Sally.
– ¡John! ¡Hablo en serio! ¿Lo sientes, Maurice? Esa extraña presencia, ese aire místico...
– ¡Lo que me gustaría dejar de sentir es la presencia de mosquitos! ¿Desde cuándo te volviste tan “mística”? Creí que este viaje tendría fines netamente científicos. – respondió el joven.
– ¡Sí que sabes cómo se mantiene el romance, colega! Anóteme un par de consejitos, por favor, Dr. Ripoll. – bromeó John.
– El mal humor es parte de mi encanto natural, “colega”.
– Me gusta pensar que existe algo más allá de nosotros aquí mismo… ¿Saben? Una especie de Red, una… ¡Energía! que une todo lo que nos rodea y nos conecta con algo… más allá.
– ¿Te refieres a “La Fuerza”?
– ¡¿La qué?!
– ¡Oh, vamos Sally, La Fuerza! ¿Star Wars? ¡Maurice, dile algo a tu novia, por favor!
– El único nerd presente aquí eres tú, Johnny…
– ¡Bien! ¡Cuando nos ataquen los tamarures y quieran reducir nuestras cabezas, usaré mis poderes Jedi para escapar, y los dejaré atrás!

El pequeño mono y su madre se alejaron del grupo, atemorizados por una fuerza invisible. Sally intentó retenerlos, pero una fuerte puntada en la sien la hizo doblarse de dolor. Densas nubes negras cubrieron el cielo, y la tenue luz que se colaba entre ellas dibujó el mismo símbolo que había extrañado a la joven, momentos antes en la cabaña.

Se dice que los animales están abiertos a un nivel de percepción que escapa al ser humano: aquella familia de primates sabía que a sus nuevos amigos humanos les aguardaba un destino extraordinario.
Súbitamente, el suelo se estremeció bajo los pies.

– ¡Sally, cuidado! – gritó Maurice.

El grueso tronco de un árbol viejo y mohoso estuvo a punto de aplastar a Sally, de no ser porque Maurice, a la carrera, lo embistió haciéndolo volar varios metros. John, boquiabierto, no pudo hacer más que correr a su encuentro.

– ¡Me cago en la puta…! ¡¿De dónde sacaste tremenda fuerza?!
– Yo… No lo sé, Johnny. Me siento algo raro… – respondió Maurice a su amigo, intentando mantenerse en pie.
– ¡A cualquiera se le hubiese roto la clavícula con ese tackle! Parece que el aire amazónico les ha hecho un poco de efecto… – rio el más joven del grupo.

Un segundo temblor abrió un agujero en la tierra que casi traga a John. El ruido que emitían las aves resultaba ensordecedor, y la oscuridad se apoderó del lugar en segundos.

– ¡Volvamos! ¡Demasiadas aventuras por hoy, muchachos! – sugirió.
– Sally… ¿Estás bien?
– Sí, estoy bien… No te preocupes.
– Ya la oíste, Maurice… Regresemos antes de que esto se convierta en una muy mala idea.
– ¿De verdad estás bien?
– Lo estoy, en serio… Un dolor de cabeza repentino. Nada más.

El último temblor, de un poder mayor a sus predecesores, los hizo retroceder y replantear la expedición para otro día. Algo no quería que avanzaran en su camino.

Horas más tarde, luego de cenar unas conservas y contar historias bajo la luz de un viejo farol a kerosene, se dispusieron a dormir.

– Vayan los tortolitos; dejen que el soltero duerma solo en el frío de la noche… ¿Desean champagne los señores? – bromeó John, haciendo un gracioso ademán.
– ¿Seguro que vas a quedarte aquí? ¡No te vayas a enfermar! – dijo Sally.
– No hay problema. Enseguida voy… ¡No se pongan cariñosos, que tenemos que compartir la misma habitación!
– No prometo nada. – respondió Maurice, mirando a su novia, quien inmediatamente se ruborizó.
– ¡Maurice!
– ¡Ja, ja, ja! Bueno, que pases buenas noches, amigo… ¡Hasta mañana!

La joven pareja se retiró a descansar. John se sentó junto a una enorme piedra y, cruzado de brazos, cerró sus ojos y suspiró aliviado. Segundos después, se quedó dormido como solía ocurrirle en cualquier momento, en cualquier lugar.

A punto de amanecer, despertó debido al intenso barullo que los animales hacían. Desperezándose, admiró el hermoso cielo brasileño y encendió el reproductor de mp3, colocándose los auriculares. Buscó luego en su bolso los cigarrillos que había escondido lejos de la mirada de Sally, quien le había prohibido fumar. La llama de un reluciente encendedor de bencina dio la bienvenida al sol de la mañana.
Dando la última pitada al cigarrillo, comenzó a sonar "Titanium". John divisó en el cielo unas extrañas luces: parecían versiones pequeñas de la aurora boreal que tantas veces había visto con su padre, en las escapadas al norte del continente. Estas no tenían la variedad de colores que suelen tener aquellas; sólo matices que variaban entre el dorado y el naranja. Se movían frenéticamente: aparecían y desaparecían, multiplicándose.
Intrigado, se quitó los auriculares. Notó que los animales habían callado; el silencio reinaba en el lugar.
Las luces comenzaron a aumentar su tamaño aparente: descendían sobre el lugar. John intentó incorporarse y llamar a sus amigos, pero un cosquilleo como el de una leve descarga eléctrica, lo frenó. Trató de caminar hacia la cabaña, pero otra descarga lo paralizó totalmente.
Sentía un intenso dolor; no podía moverse. Quiso dar un grito de alerta a sus compañeros, pero era demasiado tarde: una fulminante descarga eléctrica se apoderó de su cuerpo. En cada una de sus células se desataron furiosas tormentas eléctricas. Sus vasos sanguíneos estallaron. Sus órganos comenzaron a fallar. En un último instante de conciencia, vio cómo las luces se movían a través de los árboles, y se cernían sobre el campamento. Al final se vio solo, envuelto en luz. El dolor había cesado.

– Esto es hermoso... – suspiró, cerrando los ojos. Su espíritu se esfumó con la última voluta del humo de su cigarro…

Los ojos de Maurice intentaban acostumbrarse a la intensidad de la luz. Los restregó con fuerza, y sondeó el lugar buscando a su amada. El aroma del café recién molido despertó su apetito.

– Veo que empezaron sin mí… – dijo, intentando abrazar a Sally, que permanecía inmóvil, con los ojos fijos en el extraño símbolo sobre la entrada.
– Ayúdame, Maurice… – susurró la muchacha, sin dejar de mirar el sol tallado.
– ¿Qué sucede…? ¿Sally? ¡Sally! – gritó con todas sus fuerzas, pero el sonido no logró escapar de su boca. En su lugar, surgió el potente rugido de una fiera salvaje, haciéndolo estremecer.

El cuerpo de la muchacha se vio repentinamente cubierto por ramas y espinosas raíces que brotaban del suelo e intentaban devorarla. Su piel poco a poco tomó un tinte oscuro y verduzco, para luego despedazarse, convertida en tierra.
Algo levantó a Maurice como si se tratase de un títere de trapo, y lo arrojó a un lado, haciéndole traspasar la pared de la posada y volar varios metros en el aire. A lo lejos, el muchacho divisó cómo la cabaña era consumida por una monstruosidad sin nombre, compuesta de árboles, lianas, barro, y piedras, como si un ser ancestral, dormido durante siglos en lo profundo del Amazonas, pretendiera saciar su hambre consumiendo el alma de Sally.
Intentó ponerse de pie, pero sus extremidades no respondían a su voluntad. Observó su cuerpo desnudo y notó cómo sus manos se habían convertido en garras. Algo le molestaba en la espalda. Al intentar tocarla, notó dos poderosas alas que comenzaron a batirse con fuerza. En ese instante, todo se tornó negro, y perdió la conciencia.


Más tarde...

Mientras los demás revisaban las ruinas del campamento, el pequeño monito se aferraba al pecho de su acongojada madre, escondiendo su cabeza. Parecía estar llorando. Dos de sus hermanos estaban inmóviles, mirando con tristeza el cuerpo calcinado de John. Otros se habían reunido alrededor de Maurice; ninguno se atrevía a despertarlo. Un sobresalto. Todos se acercaron rápidamente, comenzaron a acariciar su pelo y tocar suavemente su rostro. El joven recobró la conciencia, los observó, y notó algo en la mirada del más pequeño: sus ojos estaban tristes. Miró a la madre que cargaba a su bebé y notó que intentaba comunicarle algo.
Maurice oyó voces en su cabeza. No eran palabras de ningún idioma conocido, sino, un eco de pensamientos, penas, sollozos, murmullos que se apoderaron de su mente. Entre todo ese concierto de extrañas voces, pudo oír:

– Aquí... ¡Soy yo! Estoy hablándote…

Miró a su alrededor y se topó con la mamá mono:
– Sí, yo... – la extraña voz reverberó en su cabeza.
– ¿Tú… me estás hablando? Pero… ¿Cómo? ¡Debo haberme vuelto loco! – dijo sin articular palabras.  Aquel enlace, aquel entendimiento primitivo, era algo puramente mental.
– No estás loco… ¡Tengo algo que mostrarte! Lo siento tanto… – dijo mientras se dirigía hacia los restos de John.

Mientras Maurice permanecía estupefacto frente al cadáver de su amigo, el pequeño mono se soltó de su madre, y corrió hacia él. Tiró de su pantalón, y Maurice sintió en su cabeza la voz de un niño.
– ¡Sally no está, tienes que buscarla! – exclamó.

Apresurado, siguió el rastro vegetal que salía de la montaña de escombros y se mezclaba con la espesura de la isla. Parecía estar perdido en un laberinto que cambiaba constantemente de forma, intentando se perdiese para siempre, lastimando su cuerpo desnudo con lacerantes enredaderas de espinas venenosas.
Una voz lo llamaba. Encontró la inmensa muralla verde frente a él, como una meta imposible de superar. Era inmensa, imponente. Al penetrarla, valiéndose de todas sus fuerzas, incluso de las que desconocía poseer, logró oír nuevamente la voz. Era de mujer; sonaba lejana, con un eco particular que parecía provenir de una habitación cerrada. Le era familiar; prestó atención:
– ¡Maurice! ¡Maurice! ¡No sé dónde estoy…; está muy oscuro aquí!  ¡Ayúdame, por favor! ¡Tengo frío! ¡Tengo miedo!
– ¡Sally! ¡Sa… Arrgh!

¿Qué le sucedió a John? ¿Qué le pasó a Maurice? ¿Dónde estará Sally? más adelante sabremos más. Por lo pronto, en el próximo episodio iremos al otro lado del mundo para descubrir juntos la vida y el "despertar" de Niko, en el Capítulo V: “Niko” Yamashiro... “El Hijo del Sol”.
Los espero.

Comentarios