Nuevo episodio, el quinto, y en esta oportunidad viajaremos al bello y misterioso Japón para descubrir la historia de Niko. Espero que disfruten de la lectura de éste capítulo, como yo disfruté hacerlo. Gracias, de nuevo, por las palabras que me hacen llegar... son el combustible que me hace seguir adelante.
Bien, vamos entonces... volemos hasta Okinawa... Niko nos espera.
INBŌS
LOS HIJOS DEL SOL
Primera Parte
EL DESPERTAR
Capítulo 5:
Niko Yamashiro - “El hijo del Sol”
Ciudad de Naha,
Prefectura de Okinawa, Japón.
Una lágrima
rodó por su mejilla hasta caer sobre una afilada roca del suelo. Acurrucado en
el rincón más frío y tenebroso, con la espalda apoyada en la húmeda pared de
piedra, Niko meditaba sobre lo ocurrido.
Cercenando
el corazón mismo de la oscuridad, un rayo de luna se coló fugazmente en la
caverna, iluminándola. El brillo cristalino de aquella lágrima lo transportó,
en una ola de nostalgia, a su doloroso pasado. Recordó las luces de las
ambulancias perforando la espesura de la noche en aquel aciago lugar que
hubiera preferido no conocer jamás.
Invierno de
2009. Una resbaladiza escarcha cubre el asfalto de la carretera. El coche en el
que viaja la familia de Niko, conducido por su padre, el Ing. Hajime Yamashiro,
derrapa violentamente. Descontrolado, se estrella contra un grueso sugi,
legendario cedro japonés.
El corazón
del Sr. Yamashiro se detiene. Las pupilas de Aratani, hermana menor de Niko, se
dilatan; sus manitas se aferran con fuerza a su peluche Totoro. Ambos, yacen
sin vida en el interior del vehículo. Fumiko, la madre, evidencia una profunda
herida en su cabeza. La pantalla de su flamante cámara digital la muestra con
su acostumbrada cautivadora sonrisa, en una fotografía que tomara su hijo,
apenas segundos atrás...
De aquella
tragedia, sólo sobrevivieron la bella Fumiko y su hijo. Ver las horrendas
cicatrices que marcaron su otrora deslumbrante figura, ocultas bajo
sofisticados atuendos, sumadas a la agobiante responsabilidad que significaba
la crianza de su primogénito, el cuidado de su anciana madre, y la dirección de
un emprendimiento familiar, hicieron que cayera en una profunda depresión. No
pudo resistirla; tomó la drástica y egoísta decisión de quitarse la vida,
aumentando la angustiosa soledad de Niko.
Durante
algunos años la abuela Miyu llevó sosiego al atormentado corazón de su nieto.
Por lo avanzado de su edad comenzó a demandar cuantiosos y delicados cuidados.
Niko no pudo con tamaña responsabilidad. En contra de sus sentimientos, con un
profundo dolor, y sintiéndose la peor persona del mundo, tuvo que internarla en
un Hogar de Ancianos.
– No debes
preocuparte, Niko, yo estaré bien. ¡El Sol…! ¡No te ocultes de él! – le dijo
Miyu al despedirlo, con su voz temblorosa pero siempre dulce.
El muchacho
miró extrañado a su abuela. Pensó que los años habían desgastado su mente,
antes sagaz y brillante. Tomó sus arrugadas manos entre las suyas, diciéndole:
– Adiós
Miyu. Te quiero. Discúlpame…– despidiéndose con un beso en la frente.
– ¡No,
adiós no…! ¡Hasta pronto! Volverás cuando el sol brille dentro de ti – replicó
la anciana señalándole el corazón.
Al igual
que la mente de Niko, la caverna esconde hoy, en su más profunda oscuridad, un
dramático pasado: en los tiempos del Japón feudal sirvió de refugio a un grupo
de rebeldes que se alzaron contra el destino de penurias y muerte que sobre
ellos se cernía.
Sin saberlo
todavía, Niko encarnaría el espíritu de una leyenda tejida en torno a aquellos
épicos personajes. Un espíritu que lo llevaría a emprender un largo viaje más
allá de su corazón y su tierra.
Durante
años, los lugareños dejaron ofrendas en el lugar, ilustraron maravillosas
escenas referidas a aquella leyenda, y la interpretaron en espléndidas obras de
teatro.
Con el
tiempo, los viejos rituales y las antiguas ceremonias, fueron olvidándose. La
cueva, poco a poco, se convirtió en un simple recuerdo, sólo traído al presente
por las historias que contaban los ancianos.
Por el
dolor de haber perdido tanto, y a tantos, allí estaba Niko, llorando de a
ratos. Recordaba también a sus amigos, compañeros, y maestros.
En el Dojo
Akarui, donde practicaba karate-do, Nobuhiko Yamashiro era conocido como “Niko:
El Tigre de Naha” Era muy querido y admirado, no sólo por su destreza en el
arte marcial, sino también por la calidez y humanidad que había sabido cultivar
entre los gélidos escombros de su pasado. “Como el Sol, Niko se consume dando
todo de sí, iluminando a cuanto lo rodea ¿Quién le dará calor al Sol, si un día
se apaga…?” – solía decir su sensei Kisho.
Enorme
sacrificio realizó Niko para dedicarse de lleno a su pasión. A sus veinticinco
años, finalmente, la recompensa a tantísimo esfuerzo, llegó. Había entrenado
arduamente esperando una oportunidad para competir. El Gran Torneo Anual era
muy prestigioso: dojos y escuelas de todo el mundo se daban cita en Okinawa
para participar de la contienda. Ahora, su maestro le confirmaba que tendría la
responsabilidad de representar a su novel institución, y medirse con
renombradas figuras del marcial arte japonés. Su felicidad duró semanas.
Los
recuerdos se tornaron felices cuando a su mente llegaron las imágenes de aquel
14 de setiembre. Una muda risa reverberó en la infinitud del claustro al
rememorar las celebraciones en el dojo: Niko había vencido en una polémica
final, al temible Takeshi Sakukawa, del célebre dojo Kasai, ganador en forma
consecutiva de las últimas tres ediciones del mentado torneo. El nombre Akarui,
y el de Nobuhiko Yamashiro, quedarían grabados con letras de oro en la Historia
de la Ciudad.
El Akarui
Dojo hacía sólo cinco años que funcionaba; el Kasai, ciento cincuenta. Grandes
leyendas del karate-do okinawense habían salido del Kasai Dojo: haberles
arrebatado el cetro, en tales condiciones, significaba todo un logro y un
motivo más que suficiente para celebrar.
Llevó una
mano a la cabeza. Las yemas de sus dedos rozaron la sien izquierda. Como en
aquella nefasta noche de otoño, Niko sintió un frío gélido recorrer su columna,
al tiempo que un punzante dolor lo obligó a contener su rabia, apretando los
dientes con fuerza.
El anguloso
rostro de su bravo oponente se le presentó como una visión fantasmal,
hundiéndolo en un abismo de ira ciega. Su despectiva mirada y risa sardónica lo
enfurecieron, recordándole lo acontecido tras los alegres festejos con sus
compañeros de dojo. Con su ridícula voz nasal, que pareció resonar en las
paredes de la caverna, Takeshi Sakukawa, con evidente sed de venganza, lo
instaba a una revancha.
Fría noche
de otoño en la Ciudad de Naha. La cara de “Mr. NoodleCat”, desdibujada en un
folleto de mala calidad, es aplastada por unas pesadas botas de cuero. El
pestilente barro negro de las suelas se mezcla con la sangre que brota de la
cara hinchada de Niko. Sus pulmones arden con cada nueva bocanada de aire. Sus
costillas punzan en el lado derecho del cuerpo.
Alguien lo
toma por el cabello y arrastra hasta la entrada del desarmadero de coches
usados. Sus manos trepan por la reja oxidada, intentando poner de pie lo que
queda de su maltrecha humanidad, luego de la feroz golpiza.
Sórdidas
voces entre la bruma hablan de trofeos, campeones, y fiestas. Motocicletas de
alta cilindrada braman cerca; el humo de los escapes nubla la visión. No hay
salida.
Niko se vio
rodeado por Takeshi y sus secuaces. El arrogante ex campeón se acercó a él, y
alejó a los matones que le propinaban patadas y puñetazos, mientras reían a
carcajadas.
– ¡Hey,
Niko, Campeón! ¡Qué bueno verte por aquí! ¿Qué tal una revancha? Tú, y yo…
¡Para divertir a los muchachos! No será más que un juego de niños para El Tigre
de Naha ¿Verdad? – dijo, blandiendo una barreta en su mano derecha, mientras
sus compañeros lo vitoreaban.
– No quiero
problemas, Takeshi. ¡Déjame en paz! No, no pelearé… – respondió Niko, mientras intentaba
apartarse, respirando con dificultad.
– ¡Ese es
exactamente el punto, campeón! ¡Ganaste! ¡Debes defender tu título, debes
pelear! No se llega a la cima sin ganar algunos enemigos en el camino. Y tú,
amigo mío… ¡Tú te ganaste el Premio Mayor! – reflexionó teatralmente, al tiempo
que pateaba a Niko en el estómago.
– Si tanto…
te… interesa… el trofeo…, es tuyo. No pelearé contigo… – respondió con
dificultad, pero sin dejar lugar a dudas.
– ¿Qué es
eso, campeón? ¿Una lágrima? ¡Los campeones son fuertes! ¡Los campeones no
lloran! ¡Pelea! – exclamó, tomándolo por el cuello.
– No…
tengo… motivos… para pelear… contigo, Takeshi. Puedes hacer lo que quieras.
– ¡Niko el
correcto, Niko el alumno ejemplar… ¿no?! ¡Voy a enseñarte algo que no se enseña
en ninguna academia!
El grueso
caño golpeó el costado de su cabeza, encima de la oreja izquierda. Intentó
ponerse de pie, pero un hilo de sangre corriendo por su mejilla lo hizo
estremecer. El segundo golpe, fue a su espalda.
La vida de
Niko pendía de un hilo. Sin embargo, no respondería a los golpes de sus atacantes:
había realizado una solemne promesa de no recurrir a la violencia bajo ninguna
circunstancia. Demasiado dolor existía ya en el mundo, y demasiado había él
experimentado. Su camino, era el camino de la Paz.
– Takeshi…
Creo que es suficiente – sentenció alguien, entre el humo de los escapes.
– ¡No hasta
que pague por haberme humillado! ¡Acaben con él! ¡Ahora! – exclamó, en
demencial respuesta.
Los
compañeros de Takeshi se abalanzaron sobre Niko, dispuestos a ultimarlo. Por
entre las siluetas de sus atacantes, logró vislumbrar el Sol que se escondía en
el poniente. Mientras recibía una andanada de patadas y puñetazos, recordó las
palabras de su abuela:
– Taiyō o
mite (No te ocultes del Sol)
En esta
parte de Okinawa, las puestas del Sol de otoño son siempre un espectáculo
cautivador. Niko solía quedarse, extasiado, terminado su entrenamiento,
contemplando cómo el Astro Rey se oculta tras el horizonte, tiñendo el ambiente
de un rojo-anaranjado. Mas el espectáculo que se presentaba ahora ante su vista,
nublada a causa de tantos golpes, difería en mucho de aquél. Unas extrañas
formas lumínicas, entre oro y naranja, descendían desde lo alto, envolviéndolo
todo.
Fuertes
descargas recorrieron el cuerpo del flamante campeón que, de extraña manera,
parecía sanar de todas sus heridas. Repentinamente se halló envuelto por una
potente y blanquísima luz, flotando en un prístino infinito blanco. Como en la
más desesperante de las pesadillas, Niko intentaba moverse, pero no lo
conseguía; intentaba gritar, mas no lograba articular sonido alguno. Ante un
ínfimo movimiento de cualquiera de sus músculos, aquella luz se tornaba más y
más intensa, como si alguna divina entidad lo castigase por oponerse a su
voluntad superior.
Esas
invisibles cadenas que lo sujetaban se transformaron en suaves retazos de seda
que acariciaban su piel haciéndole sentir un placentero estado de paz.
Repentinamente,
Niko se vio de pie frente a un gigantesco pórtico. Estiró su brazo intentando
abrir el pesado portal. Cuando su mano estuvo a centímetros del picaporte,
aparecieron proyectadas ante sus ojos, como en un torbellino, escenas de su
vida, mezcladas con desconocidas imágenes de otra, que experimentaba como
propia. Azorado, se estremeció al oír una voz femenina exclamar “¡Konihiro!”
Fuertes
truenos sonaron a sus espaldas, sacándolo del trance en el que estaba sumido.
Una feroz tormenta hacía tambalear el pórtico y amenazaba con derribarlo.
Sintió una intensa corriente eléctrica recorrer cada fibra de sus músculos:
aquellas descargas habían energizado su cuerpo y buscaban ahora sus
extremidades para descargarse a través del aire ionizado que lo envolvía,
produciendo azulados y crepitantes arcos voltaicos.
Siguiendo
el compás de una danza infernal, los nubarrones mutaron en negros corceles montados
por guerreros y antiguos dioses oscuros, que rodearon a nuestro bravo campeón,
azuzándolo. Al unísono, aquella voz, como una letanía, martillaba su mente:
“Konihiro…, Konihiro…”
Miles de
voltios, en alocadas sinapsis, colapsaron su red neuronal. Como en una
aberrante imagen subjetiva Niko vio su cráneo inundado por una incontrolable
energía, a punto de estallar. La luminiscencia que irradiaba su humanidad toda,
hizo que las bestias se espantaran y sus jinetes huyesen despavoridos. Todo se
oscureció en su mente, y Niko perdió el conocimiento.
Si algún
turista ocasional se hubiese detenido a fotografiar el lugar, periódicos de
todo el mundo se hubieran disputado esas imágenes titulándolas “Zona de
Guerra”: enormes goterones de hierro candente se desprendían de la reja que
circundaba el predio, como si hubiese sido fundida en un gigantesco caldero, a
elevada temperatura. Irónicamente, el cartel con la leyenda “No Tocar - Alta
Tensión” bamboleando sobre su cabeza, se constituía en la tabla de salvación que
Takeshi procuraba asir, en su esfuerzo desesperado por zafar del cráter donde
tamaña deflagración lo había arrojado. Restos calcinados de las potentes
motocicletas con las que Sakukawa y los suyos habían arribado al lugar,
aparecían diseminados por cientos de metros a la redonda. Varios montículos de
cenizas humeantes, indicaban los lugares donde sus cuerpos fueron alcanzados
por la onda de calor de lo que aparecía como una verdadera explosión nuclear.
De
rodillas, suplicante, y doblándose a causa de los espasmos que sufría su
cuerpo, Takeshi Sakukawa quedó absorto cuando observó aquella masa lumínica
flotar ante su vista: el cuerpo de “El Tigre de Naha” aparecía suspendido en el
aire; sus ojos, su boca, sus dedos proyectaban intensos y cegadores rayos de
luz que calcinaban cuanto objeto alcanzaban.
Al
descender, todo se estremeció como si un pequeño terremoto hubiere afectado
aquel cementerio de automóviles. La figura brillante de Niko se irguió en todo
su esplendor. Adoptando la pose “Neko-Dachi”, la “posición del Gato”, una de
las posturas básicas del Karate-Do Shotokan, se paró frente a Takeshi y
tomándolo por el cuello lo levantó en el aire.
– No sé de
qué agujero saliste o de dónde viniste, ¡pero te envío de vuelta! No volverás a
aterrorizar a nadie, ¡jamás! Si regresas, te buscaré, te encontraré y serás
destruido – le dijo, mientras le apretaba con fuerza el cuello. Lo arrojó luego
por encima del cerco, cayendo sobre el techo de un viejo Mazda 626, modelo
1994, chocado y con la chapa corroída por el óxido, que esperaba su turno para
ser desguazado.
Niko se
elevó bien alto en el cielo y siendo uno con el Sol se perdió en el amanecer.
El tiempo y
su irrefrenable transcurrir habían sido para Niko motivo de constante tormento:
si los paramédicos hubiesen tardado menos en llegar para socorrer a su familia,
quizás ésta hubiese sobrevivido. Quizá, de no haber viajado tan apurados, aquel
accidente no hubiese ocurrido. Si tuviese más tiempo, podría dedicarlo a Miyu,
y así evitar el Hogar de Ancianos. Podría entrenar más, ser mejor…
El Tiempo
de Planck o cronón, término acuñado en 1926 por Robert Lévi, es una unidad de
tiempo considerada como el intervalo temporal más pequeño que puede ser medido.
Representa el instante infinitesimal en el que las Leyes de la Física pueden
ser utilizadas para estudiar la naturaleza, la estructura y la evolución del
Universo.
Moviéndose
a la velocidad del pensamiento, Niko atravesó los dos kilómetros que separan el
desarmadero de autos, de la Clínica Matsushiro, donde su abuela estaba
internada. Se sorprendió al hallarse rememorando Conceptos y Leyes de Física
quebrantados por su nueva condición. No lograba entender absolutamente nada de
lo ocurrido: cómo había eliminado a sus atacantes, ni qué hacía sobrevolando el
Parque Samukawa Ryokuchi. Pero no le importaba: todo le parecía “congelado en
el tiempo”, y esto le producía una extraña sensación de alivio. Al fin, había
ganado la batalla contra su peor enemigo: el tic-tac del reloj.
Descendió
en la entrada del predio. El haz de luz en el que se había convertido, fue
debilitándose paulatinamente hasta recobrar su aspecto normal: el de un joven
estudiante universitario y deportista. El brillo en su piel desapareció
gradualmente, mientras atravesaba el jardín y se acercaba a la puerta. Ingresó,
y en la Recepción preguntó por su abuela.
– Llega
usted en el momento preciso, joven Niko. El doctor Kihara, necesita hablarle.
Estábamos a punto de llamarlo – informó la recepcionista. – ¿Se encuentra usted
bien? Parece haber sufrido un accidente… – agregó.
– Sí… Estoy
bien, gracias ¿Qué le sucede a mi abuela? – preguntó Niko, visiblemente
inquieto.
– El doctor
le informará. Tome asiento, por favor, en minutos lo atenderá.
Agitado,
confundido, no quiso esperar y se dirigió corriendo al interior del Instituto.
En el pasillo que conduce a la UTI chocó de frente con el médico.
Mientras
levantaba sus anteojos del piso, y se cercioraba que los cristales no hubiesen
acusado el impacto, el Dr. Kihara quedó atónito al contemplar aquella figura
sudorosa, embarrada, con manchas de sangre en su ropa. Avergonzado, Niko
retrocedió unos pasos, tratando que su desprolijidad pasase inadvertida.
– ¿Puedo
verla…? – preguntó, envuelto en una profunda tristeza.
Poniendo
una mano en su hombro, Kihara intentó consolarlo:
– Tu Miyu
es una de las personas más bondadosas y fuertes que he conocido. Últimamente su
salud se ha visto muy deteriorada; sus signos vitales son muy débiles, creemos
que…
– ¿Se
recuperará? – interrumpió Niko, mirándolo fijamente a los ojos.
– Lamento
mucho decirte esto, pero es inevitable el desenlace. Ha estado resistiendo sólo
para poder verte. Asigna una vital importancia a este día: preguntaba
asiduamente “¿Cuánto falta para el 14 de Setiembre?” No pudimos separarla de tu
retrato; lo conserva en su mano, junto a su corazón. Hicimos todo cuanto estuvo
a nuestro alcance. Sólo un milagro podría hacerla despertar…
– Arigatō – respondió Niko, haciendo una reverencia.
Su paso nervioso
resonó en el largo pasillo que conduce a la Sala de Cuidados Intensivos. La voz
serena del cardiólogo Dr. Daisuke Kihara lo detuvo:
– Perdón…
¿Debo felicitarte, Campeón; es tu cumpleaños? ¿Por qué es tan importante para
ella? ¿Qué celebra hoy…?
Sin darse
la vuelta, Niko respondió decidido:
– Un
milagro.
Entró a la
sala y vio a su abuela en la camilla, profundamente dormida, conectada al
respirador artificial y al suero. Apretaba con fuerza, contra su pecho, una
fotografía en la que se veía a su nieto luciendo su recién conquistado cinturón
negro. Un silencio sepulcral, sólo quebrado por el agudo pitido del monitor,
rasgaba el lugar.
Pese a
estar en penumbras, el ambiente pareció bañarse con una cálida luz cuando besó
la frente de la anciana. Una apacible sonrisa se dibujó en su rostro.
– Hueles a…
flores de… loto… – murmuró.
– ¡Miyu…! –
exclamó Niko, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla, y un nudo le
aprisionaba la garganta.
Haciendo un
enorme esfuerzo, Miyu abrió sus ojos. El tenue rayo de sol que apenas se
asomaba, colándose entre el cortinado, iluminó la mirada serena de la abuela.
– Te estaba
esperando… – exclamó alegremente.
– Aquí
estoy, Miyu… Dime, por favor qué me está pasando.
– Tranquilízate,
hijo… Es la hora ya… El Sol brilla dentro de ti.
La anciana
sonrió dulcemente, como cuando Niko, siendo muy pequeño, hacía caras graciosas,
o sus acostumbradas travesuras, a las que ella respondía alegremente. Fingía
dormir, cerrando los ojos, para luego abrirlos y, con sus manos simulando
garras, asustarlo. Niko replicaba riendo a carcajadas y corriendo feliz por
toda la casa, para luego fundirse en un interminable abrazo.
– Dame tu
mano, Niko…
Niko tomo
las pequeñas manos de su abuela entre las suyas. La anciana soltó un suspiro,
mostrándose aliviada. Miró al joven y le dijo:
–
¡Ve Niko! ¡Ve a brillar!... ¡Anata wa taiyōdesu! (¡Tú eres el sol!).
¡Llegaron hasta acá! Wow... ¿Estuvo bueno el capítulo de Niko? Cuéntenme, quiero leerlos.
Bien, hemos llegado a la mitad de ésta primera parte de "Los hijos del Sol": "El despertar". En el próximo capítulo volveremos a hojear las páginas del diario de Álvaro, para seguir compartiendo con él todo lo que está viviendo y sintiendo con su nueva condición.
Los espero en el Capítulo VI: Diario de Álvaro Sánchez... ¡Hasta entonces!
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